La Ley Orgánica 5/2010, modificada posteriormente por la Ley Orgánica 1/2015, de 23 de marzo, introdujo por primera vez en nuestro ordenamiento jurídico, el concepto de responsabilidad penal de las personas jurídicas en su artículo 31.bis. De este modo, se pasó de un modelo en el que se establecían las consecuencias accesorias a la pena asociada –en el que se incluyen partidos políticos y sindicatos de conformidad con la LO 7/2012-, a un modelo basado en la responsabilidad penal, material y sustantiva de las propias organizaciones; rompiendo así con el tradicional principio penal “societas delinquere non potest”.
Un año después, la Fiscalía General del Estado, a través de la Circular 1/2016, de 22 de enero sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas expresó en su conclusión 19ª.2, que la implantación de un sistema de Compliance no solo debe ser un mero mecanismo jurídico exculpatorio o atenuante, sino que además, el objeto de los modelos de organización y gestión de cumplimiento normativo deben estar orientados hacia la promoción de una “verdadera cultura ética corporativa”. En tal sentido se ha pronunciado recientemente la jurisprudencia del Tribunal Supremo (Sala Segunda) en su sentencia 154/2016 de 29 de febrero, reforzando el criterio mantenido por la Fiscalía y sentando las bases de la responsabilidad penal de las sociedades, en atención a la ausencia de una cultura de cumplimiento normativo como elemento de tipo objetivo penal.
Por ello, más allá de los factores externos e internos que determinan la competitividad empresarial -fundamentales en un mercado globalizado-, los efectos que produce la implantación de un Código de Buen Gobierno y el diseño de una estrategia empresarial basada en la ética de los negocios (dentro de la cual adquiere una relevancia fundamental su programa de Compliance), tendrán incidencia directa en su consideración reputacional, su crecimiento económico sostenible e inspirará fiabilidad y confianza en inversores y consumidores.
La Directiva Europea de Whistleblowing
Aún estando muy lejos de la consecución de un marco normativo armonizado y estable (modelo anglosajón), han sido varias las iniciativas en materia de cumplimiento normativo impulsadas desde la Unión Europea, que afectan de forma directa a los programas de prevención de riesgos en las empresas.
Sirvan como ejemplo la Directiva 2014/57/UE de 16 de abril de 2014 del Parlamento Europeo y del Consejo, sobre las sanciones penales aplicables al abuso de mercado, y la Directiva 2017/1371/UE de 5 de julio, sogtbre la lucha contra el fraude; ambas incorporadas a nuestra legislación el pasado 13 de marzo a través de la Ley Orgánica 1/2019, de 20 de febrero.
Entre ellas, ha adquirido especial repercusión la Propuesta de la Directiva de Protección a los denunciantes por corrupción, la cual ha sido ampliamente aprobada por el Parlamento Europeo, y en la que destacan, a tenor de la Exposición de Motivos, los siguientes objetivos:
De ahí que la implementación de los programas de Compliance se haya convertido en una cuestión prioritaria para las empresas, que deberán ser -en todo caso- personalizados, adaptados a la estructura de las mismas y dotados de los mecanismos necesarios que permitan controlar los riesgos penales tanto en el seno de la organización así como con terceros.
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